Entre el reciclaje y la droga
- Contenido Línea Prensa - El Ágora
- 30 abr 2020
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En medio del diluvio o del despiadado sol, día y noche sin descanso, con llagas en la planta de los pies, dedos con callos y uñas negras, recicladores de Cali salen a buscar el sustento a lo que cada despertar los hace más esclavos; bajo los efectos de la heroína, cocaína, marihuana, éxtasis, boxer, perico, bazuco y alcohol.
Las riñas callejeras a las que se enfrentan hermandades de recicladores dejan cicatrices en sus cuerpos, heridas en la cara y en la cabeza por ladrillos o botellas de licor, dolor de costillas, dificultad para respirar y grietas en los brazos, pero cubiertas con trozos de tela. Por suerte, a vista rápida no se notan las marcas de guerra gracias a su vestimenta, además, tienen zapatos en buen estado, dos gorras por si las moscas, unas gafas para el solazo de Cali, un saco en la espalda para las tormentas repentinas, un canguro cruzado y por supuesto, un reloj para saber el horario de su medicina narcótica, que los hace resistente a todo.
Edier Rojas, de 28 años junto a su colega, José Alberto Madrid, menor por 4 años, del mismo barrio que los vio crecer y les hizo una mala jugada, son “los hijos bobos del sur” como ellos mismo se describen, ya que además de botellas y papel, reciben regalos como bronce, cobre, aluminio, grabadoras y ropa, beneficios que han ganado por su educación y respeto. Sin embargo, se ven obligados a meter sus manos en bolsas con popo de perro, pañales de bebé, papeles higiénicos y restos de comida podridas. Aun así, en medio de tanta cochinada, Edier y José tratan de hacerlo lo más limpio posible, por supuesto, cuando guardan dinero para comprar guantes, pues de esta forma se les facilita tal actividad pulcra.
Al finalizar su jornada de trabajo, que algunas veces se extiende por varios días, se dirigen al río con el fin de quitar los malos olores que ocasionan miradas discriminatorias en sus zonas de trabajo. Sin ser esto suficiente, son víctimas del desprecio hasta en los hospitales, “siempre nos dicen “ustedes que hacen aquí si ni siquiera cédula tienen”, que pereza irse a aguantar esa gente que lo mire mal”, por eso, prefieren esperar que el tiempo cure sus heridas.
La noche la pasan donde “les coja el día”, debido a que hasta en su vida aparentemente sana, preferían dormir en la calle viendo la neblina de la madrugada y drogándose con los “amigazos”, aun así, con la argolla de las llaves de su casa en el meñique. “Finalmente la gente se cansa, mi familia se cansó. Yo solo los llamaba a pedirles plata, ahí fue donde tuve que buscar un trabajo para mi necesidad de drogarme. Vi el reciclaje como una buena alternativa, yo no quería ir a parar a una cárcel, me gusta la calle y no quiero perderla”.
De esta forma, Edier, con la voz un poco débil, viaja en el tiempo al día en que, por antojado, quedó en la calle. “A mis 21 años golpeé a mí amigo que intentaba protegerme, lo gritaba porque no quería darme de lo que consumía, él me dio y yo seguía gritando, ya estaba como loco. Así empezó mi desgracia, cervecita y cigarrillito, marihuanita con periquito, heroína con bazuquito”. Entre risas, miradas juguetonas, sonrisas invertidas, pero con tono de angustia, lamenta ese día.
Síndrome de abstinencia
Inquietado con sus manos, trocando sus dedos y mordiendo sus labios, recuerda la hora de su dosis. Cada tres horas, Edier y José fuman heroína, no la inyectan como lo vemos en las telenovelas del Bronx, porque le temen a las agujas. Más que la comida, la heroína les da resistencia y les permite caminar tres días incluso sin dormir, buscando entre las bolsas negras destinadas a los camiones de basura con la esperanza de encontrar algo que les dé dinero para las drogas.
El día que menos trabajan sus ingresos de 20.000 pesos no bajan, su cuerpo pide lo que vale la dosis: 6.000 pesos heroína, bazuco 500 pesos, marihuana 500 pesos o 1.000 pesos. Todo se consigue en el calvario, el paraíso de los recicladores. No solo los habitantes de la calle transitan en esa zona, al día se ven carros lujosos, con universitarios conduciendo y buscando al jíbaro. Así mismo, en un buen día de trabajo para Edier y José, pueden llegar a conseguir 300.000 pesos.
“Malo, malo, soy malo, nuestro estado físico es pésimo para caminar distancias muy largas, por eso nos encanta la heroína”, tres veces de ida y vuelta por el sur de Cali igualan 30 km, llevando en su espalda cinco bolsas negras y una naranja, una grabadora y un maletín con ropa. Ni doblando la dosis de heroína detenía sus achaques a causa del largo recorrido que dejó dolor en sus pies, calor en sus huesos, sudor saliendo de sus poros, la gorra tallada en su frente, los dedos rojos de cargar tanto peso y toda su columna quemándose, encima, peleas que empiezan a puño y terminan a ladrillo, las que deja cada disputa de territorio. “Aquí donde estoy, estoy todo ligajiado. Todo el día llevo sol, lluvia, cargo con todo lo que recojo y que vengan y me cojan la grabadora y me digan, ¡ya perdiste!, ¿cómo así?”.
Sus caminatas drogados, en una primera etapa se denomina “luna de miel”; tras la gestión hay un “flash”, una sensación de placer muy intensa, y a los pocos segundos experimentan un estado de sedación total y euforia.
Entre tantos suceso inoportunos, no faltan las ganas de rehabilitarse, tienen claro que fue muy fácil caer y es una odisea completa salir, pues el encierro es su eterna condena y los sentimientos de los que los priva la droga, los abruman en la sobriedad.
Intentos fallidos
Por un lado, Edier, a sus 25 años, ingresó a un centro de rehabilitación.“Yo he dejado la drogadicción, pero por los problemas uno recae, ¡entonces uno pierde la esperanza! y dice ¿será que yo nunca voy a salir? y yo sé que puedo, yo me veo saliendo y ocupado en un trabajo que no me dé tiempo de estar pensando en la olla y en sustancias, eso sería mi sueño. Lastimosamente uno lo deja y se pone a voltear y vuelve y empieza el círculo, el cigarrillito, la marihuanita”. A pesar de su situación actual, no culpan totalmente a la calle de su desdicha, pues esta situación viene de familia.
El amor por la calle fue la herencia que dejó la madre de José, siguiendo sus mismos pasos, a sus 14 años salió de su casa. Con su mirada fija en dos piedras y a su vez jugando con ellas, expresa su dolor y el sabor amargo que le deja el dulce recuerdo de la mujer de su vida. “He tenido una vida dura a mi corta edad, yo no elegí esto de caminar por horas y horas escarbando en esas cochinadas para encontrar algo”.
La realidad de Edier y José se ve reflejada en cada esquina de las cercanías del calvario. Motores prendidos y pitos de carro de los fanáticos de la droga, el puesto de la morena alta del chontaduro, el cable de la energía con un zapato de niño colgando, como señal de que el jíbaro está a su disposición, bolsas rasgadas y pedazos de cartón en el piso; todas hacen parte de la estética de este cielo estupefaciente, que para muchos es “el reino del todopoderoso” y para otros “el infierno”.
Por: Valeria Hurtado Ramírez
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