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  • Jordy León Bejarano

Nuestro Propio Vía crucis

Actualizado: 18 abr 2023

Durante años, la llegada del Viernes Santo significaba tener que despertar temprano, desayunar y luego caminar por largas horas siguiendo a una procesión de imágenes enormes presidida por un padre. ¿Te suena familiar? Así es, estoy hablando del vía crucis, la representación católica de la pasión de cristo en la que los feligreses caminan por las ciudades como ovejas siguiendo a un pastor. Lo regular habría sido que este año, como los anteriores, también realizáramos la tan tortuosa caminata. Sin embargo, el destino tenía otros planes para nosotros. Nosotros debíamos enfrentar nuestro propio vía crucis.


Cuando mi hermana Angie nos anunció que ella y su esposo Sebastián partirían a Canadá para edificar su futuro, mis padres y yo lo tomamos muy bien. Después de todo, teníamos muy claro que mi hermana no se veía a sí misma como una persona realizada en este país. Tan solo 9 meses después de ese anuncio, a principios de marzo, recibimos la noticia de que su visa fue aprobada, y que el plan que habían trazado era partir rumbo a Ottawa antes de la primera quincena del mes de abril.


Eso sí nos tomó por sorpresa. Es decir, sabíamos que su objetivo era irse, pero no esperábamos que eso sucediera tan pronto. La primera preocupación de mis padres fue por su estancia, pero ellos ya lo tenían cubierto: la madrina de Sebastián, residente en el país desde hace algunos años, ya estaba al tanto y se ofreció a recibirlos desde el minuto uno. Luego vinieron otras objeciones disfrazadas de preocupaciones, como el dinero, la alimentación y el trabajo, pero ellos ya tenían todo eso cubierto.


Por mi parte, sabiendo que mi hermana no se lanza a nada sin tenerlo todo previsto, simplemente guardé mis lágrimas en un frasco que almacené en lo más profundo de mi corazón, y los felicité con la mejor sonrisa que mi cara tenía disponible.


Ahora te preguntarás, ¿Qué tiene que ver todo esto con el Vía crucis? Bueno, conforme marzo avanzaba y el día de la despedida se acercaba, su partida comenzó a convertirse en una cruz, tanto para ellos como para nosotros. Cruz que se hizo más grande el 20 de marzo, el día de la primera estación.


El Vía crucis tradicional, el que representa la pasión de Cristo, se divide en 14 estaciones que simbolizan los momentos clave de la crucifixión. El que nos ocupa en este escrito, que relata la cruz que significó para nuestra familia todo el proceso desde la aprobación de la visa hasta el adiós final en el aeropuerto, tiene solo la mitad de paradas, pero no por ello es menos doloroso.


La primera estación, como lo venía diciendo, tuvo lugar cuando marzo cumplió su veintena. El día esperado, antes de la quincena del mes de abril, perdió su ambigüedad y la fecha de la partida fue establecida. El viernes 7 de abril, que por pura casualidad también coincidía con el Viernes Santo, se convirtió en el día más esperado y temido por todos.


La segunda estación llegó cuando faltaban solo 4 días para el adiós, en un Domingo de Ramos más que peculiar. Ese día, Angie sostuvo conversaciones con nuestros padres y conmigo, aunque por separado. Con nuestro progenitor, conversó sobre las dificultades del proceso, los preparativos finales y los proyectos que quedaron sin terminar. Con nuestra madre zanjó todos los conflictos que alguna vez las separaron. Y a mí, me hizo prometer que nuestra relación de hermanos se mantendría más fuerte a través de la distancia y que cuidaría de el hombre y la mujer que nos trajeron al mundo. También recordamos nuestros tiempos de infancia, nuestras discusiones y las mil cosas que nos hemos enseñado mutuamente.


La tercera estación ocurrió la noche previa al Viernes Santo, durante lo que la tradición católica llama la Última Cena.


Esa noche la pasamos en familia, hablando de lo bueno y lo malo, los sueños que se cumplieron y la gente que hemos perdido. En esta estación llegaron las lágrimas de mi madre, quien nuevamente le pedía perdón a mi hermana por sus problemas del pasado, tal y como lo hiciera en la instancia previa. Cuando fue la hora de dormir, todos nos abrazamos, siendo conscientes de que quedaban muy pocas horas para nuestra última estación.


Y así fue. A la mañana siguiente despertamos en la cuarta estación, tan temprano como cada año, aunque con un destino muy diferente. Nos alistamos con la misma devoción que lo hacíamos para asistir a las procesiones, pero en lugar de caminar hasta la iglesia para encontrar la primera estación del Vía crucis católico, tomamos nuestro auto y nos dirigimos hacia un lugar mucho más lejano, el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón.


Como llegamos temprano, tuvimos algo de tiempo para retrasar lo inevitable. En la quinta estación, que se suscitó durante ese tiempo de espera, nos reímos juntos, comimos donas que costaron un ojo de la cara (como ya es tradicional en los aeropuertos), y matamos el tiempo como si fuera una visita cualquiera a la terminal aérea.


La despedida formal llegó en la sexta estación. Para ese punto no solo estábamos mis padres y yo. Tías, primos e incluso una amiga de mi hermana estaban ahí para despedir a la pareja. Entre lágrimas, Angie nos agradeció a todos por estar ahí y aseguró que pronto volveríamos a vernos. Sebas, por su parte, dijo que también esperaban tenernos por allá. Posteriormente, todos tuvimos la oportunidad de abrazar a los que partían. Yo le dije a ambos que los amaba, que fueran a cumplir ese sueño y que estaba orgulloso de todo lo que estaban logrando.



La última estación fue la más parecida a una instancia del Vía crucis tradicional. Todos seguimos a la pareja de cónyuges por el aeropuerto hasta la puerta de migración, como si fuéramos una procesión auténtica. Cuando los perdimos de vista, supimos que ya era momento de regresar a casa, aunque fuese con 2 menos.


Durante el retorno a nuestro hogar, con el Vía crucis terminado, rompí en yanto. Yo no había querido llorar frente a ellos dos, porque quería que se llevaran una imagen feliz de la familia que dejaban atrás. Pero por Dios, tenía que sacarlo. Mis lágrimas estaban llenas de nostalgia y añoranza, pero también de un orgullo y amor inmensos.


Además, la promesa del final se convirtió en un objetivo. Tal y como los católicos proclaman la resurrección de Jesucristo, yo ahora proclamo nuestro reencuentro. Aunque evidentemente no puede ocurrir al tercer día como sí pasó con el mesías, añoro ese momento con el mismo fervor que la comunidad cristiana añora el Domingo de Resurrección.


No sé si el año que viene retomaremos la tortuosa tradición de caminar por largas horas siguiendo a una procesión. De lo que sí puedo estar seguro, es que el Vía crucis y el Viernes Santo jamás volverán a representar lo mismo para nuestra familia. Ahora, esta fecha se ha convertido en sinónimo de despedidas, de cambios y de sueños cumplidos, todo gracias a que el destino nos enfrentó a nuestro propio Vía crucis.



*Imágenes: Directorio Franciscano.


Escrito para Línea Prensa Gescom - El Ágora. Todos los derechos reservados.


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